Se acomoda en su sillón. Las ideas le nacen en las cavidades del oído, ideas que parecieran resonar profundo y confusamente en el caracol como el eco de desconocidos cantos viajando por toda la acústica de alguna catedral gótica. Cruza las piernas por sobre sus rodillas y se mete una mano en el entrepierna y la otra tomando con los dedos la boca; todo muy serio.
Cierra los ojos, deriva en la corriente fresca que se escapó.
Una vez se vió de noche caminando por el Planeta Cielo; entre casas, entre calles vacías. Algo ocurre, pero se ve pensando sobre el aroma. Ambas, simultàneamente, es la sensación que tiene.
Se fijó en una casa que mantenía una ventana abierta en un segundo piso. Ve luz algo amarilla que contrasta con la noche, y un techo de madera. Luz que no alcanza a ser color, color que ya no es luz. Invisible.
Podía ver la presencia que ahí habitaba, una prescencia imposible, real, desconocida.
Trató de mirar alrededor. De identificar algo, saber dónde estaba, sólo veía Fondo de la imagen que era la propia ventana -que de un segundo piso le sale la presencia que lo llama-. El Fondo, él lo sabe, no se impregnaba nunca en su memoria. Despierto, sólo recuerda la ventana. Como cortada y suspendida en espacio inmaterial, un marco vacío pero sustancial. Una foto, o algo peor. El recuerdo de que recordar es imposible. Y la sensación de saber que se está mirando algo que al mismo tiempo no puede reconocerse.
Ahí despertaba. La corriente se disipaba. Abría los ojos, agradecido, esperando que a su retorno quisiera mostrarle más.
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