jueves, enero 24, 2008

Razón, memoria y olvidos


Cita textual del segundo volumen de "En busca del tiempo perdido", A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust. 

"
En París, un día que me encontraba yo muy mal, Swann me había dicho: "Debiera usted marcharse a esas maravillosas islas de Oceanía, vería usted cómo no volvía"; a mi me dieron ganas de contestarle: "¡Pero entonces ya no veré a su hija y viviré rodeado de cosas y gentes que ella nunca ha visto!". Y, sin embargo, la razón me decía: "¿Y qué más te da, si no por eso vas a estar apenado?. Cuando Swann te dice que no volverás quiere decir que no querrás volver, y si no quieres volver es por allí te sientes feliz". Porque mi razón sabía que la costumbre -esa costumbre que ahora iba a ponerse a la empresa de inspirarme cariño a esta morada desconocida, de cambiar de sitio el espejo, de mudar el colorido de los cortinones y de parar el reloj- se encarga igualmente de hacernos amables los compañeros que al principio nos desagradaban, de dar otra forma a los rostros, de que nos sea simpático un metal de voz, de modificar las inclinaciones del corazón. Claro que la trama de estas nuevas amistades con lugares y personas distintos consiste en el olvido de otros sitios y gentes; pero precisamente me decía mi raciocinio que podía considerar sin terror la perspectiva de una vida donde no existiesen unos seres de los que ya no me acordaría; y esa promesa de olvido que ofrecía a mi corazón de modo de consuelo servía, por el contrario, para desesperarme locamente. Y no es que nuestro corazón caiga él también, una vez que la separación se ha consumado, bajo los analgésicos efectos del hábito; pero hasta que así ocurra seguirá sufriendo. Y ese miedo a un porvenir en que ya no nos sea dado ver y hablar a los seres queridos, cuyo trato constituye hoy nuestra más íntima alegría, aún se aumenta, en vez de disiparse, cuando pensamos que al dolor de tal privación vendrá a añadirse otra cosa que actualmente nos parece más terrible todavía: y es que no la sentiremos como tal dolor, que nos dejará indiferentes; porque entonces nuestro yo habrá cambiado y echaremos de menos en nuestro contorno no sólo el encanto de nuestros padres, de nuestra amada, de nuestros amigos, sino también el afecto que les teníamos; y ese afecto, que hoy en día constituye parte importantísima de nuestro corazón, se desarraigará tan perfectamente que podremos recrearnos con una vida que ahora sólo al imaginarla nos horroriza; será, pues, una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte tras la que vendrá una resurección, pero ya de un ser diferente y que no puede inspirar cariño a esas partes de mi antiguo yo condenadas a muerte. Y ellas -hasta las más ruines, como nuestro apego a las dimensiones y a la atmósfera de una habitación- son las que se asustan y respingan, con rebeldía que debe interpretarse como un modo secreto, parcial, tanguible y seguro de la resistencia a la muerte, de la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva, tal como se insinúa en todos los momentos de nuestra vida, arrancándonos jirones de nosotros mismos y haciendo que en la muerta carne se multipliquen las células nuevas. Y en este caso de un temperamento nervioso como el mío, es decir, de una naturaleza donde los nervios, o sea los intermediarios, no cumplen bien sus funciones -no cortan el paso de su camino hacia la conciencia a las quejas de los más humildes elementos del yo que va a desaparecer, sino que las dejan llegar, claras, agotdoras, innumerables y dolorosas-, la ansiosa alarma que me sobrecogia al verme bajo aquel techo tan alto y desconocido no era otra cosa sino la protesta de un cariño que en mí perduraba hacia un techo bajo y familiar. Indudablemente, ese cariño desaparecería, en su lugar se colocaría otro (y la muerte, y tras él una nueva vida que se llamaba Costumbre, cumplirían su dúplice obra); pero hasta que aquél cariño llegara al aniquilamiento no pasaría noche sin padecer; y sobre todo, aquella primera noche, cuando se vió en presencia de un porvenir donde ya no se le reservaba sitio, se rebeló, me torturó con sus gritos de lamentación cada vez que mis miradas, sin poder apartarse de lo que les causaba pena, intentaban posarse en el inaccesible techo. "

2 comentarios:

salgadoboza dijo...

¡Puf!
Así cualquiera
Ya pondré yo un trozo de la Biblia para rellenar los huecos de mi blog
A ver si me joden
A ver si me jodo

Pero es que Marcelo Proust es otra cosa, ¿no?

Carlos dijo...

Jajaja. La usurpación de las palabras es un viejo oficio donde la cita no es un plagio más que por el motivo que se persigue o no?