Estaba
hospedando en una casa con vista al mar. Creo que era en casa de familiares
míos, probablemente en casa de tía Michi. Sin embargo un ensamble; su casa
en Alto Hospicio no ve el mar, ésta sí, muy cerca de la costa.
Sus ventanas
permanecían abiertas y no tenían cortinas. De aquí hasta el mar habrían unos
diez o treinta metros. Le miraba. Nada me extrañaba de su apariencia…
relativamente familiar, continuamente dormido, horrendamente inquieto.
De pronto, el
mar pareció respirar, hincharse. Se llenaba de fuerza, ánimo,
individualidad. Su color tornaba azul claro a verde oscuro, denso.
Su volumen también crecía, pero sin entrar en tierra, sino como acumulándose
hacia arriba.
Al recogerse,
al cambiar de color, creí percibir maldad en la mar. Una especie de descontrol
salvaje de realidad. Pero una realidad de orden cíclico, natural. Suponíamos
que así debía de ser la mar. Ahora lo era.
Las olas se
empujaban unas con otras. Retumbaba el suelo. Crecían verdes y se vaciaban
revoltosas. Yo observaba por una ventana. Muy tarde para escapar, demasiado
hermoso para dejar de mirar. Una sombra fría oscureció la tierra de los pies.
Finalmente, y
como demostración de la furia del dios mar, éste se levantó arrogante,
recogiéndose a lo largo de toda la orilla en un muro sordo esmeralda de
silencio gigantesco, una grotesca montaña de destrucción caótica con voluntad
propia; hacia el cielo, como alcanzando las nubes.
El dios mar, se
puso de pie y observó la tierra.
Se podía ver la
transparencia de su fluir oceánico, pero la montaña se erguía inmóvil.
Expectante. Suspenso. Terrible.
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