De: "Caballos Desbocados"
Yukio Mushima.
-¿Quisiera su Señoría subir a la montaña?- le preguntó. Naturalmente, los visitantes ordinarios no tienen autorización para llegar más allá de cierto límite. Más allá del este, el paso sólo se les permite a los devotos de nuestro santuario que han mostrado especial constancia y fidelidad por muchos años. Pentrar más allá del límite es, ciertamente, una solemne experiencia. Los caballeros que han llegado a rezar en la cumbre han manisfestado haber sentido la prescencia terrible del misterio.
A Honda sólo le interesaban los misterios que podían manifestarse a la clara luz del día: si algún misterio era capaz de imponerse a través de la luz, gustosamente lo declararía como tal. Los fenómenos milagrosos, los que no muestran vinculos con la realidad, apenas suelen contener una existencia sombría y dudosa. En cambio el misterio que es capaz de seguir siéndolo bajo el implacable brillar del sol será siempre un misterio digno de ocupar un sitio entre los conceptos claramente conocidos. Honda se sentía dispuesto a darle un lugar en su mundo.
La atmósfera que allí reinaba era tan tranquila, que hizo pensar a Honda que el violento dios reverenciado había ido ganando serenidad con el paso del tiempo.
Tras haber escalado un corto tramo, Honda pudo ver la zona prohibida. Dentro de esta zona, los árboles, los helechos, la espesura de los bambúes y también el sol que por todas partes estaba presente parecían, por lo menos para Honda, crear un clima de pureza y solemnidad. El fresco color de la tierra se extendía entre las raíces de los cedros. A cierta altura, su guía le mostró un hoyo, diciéndole que por allí un oso había estado escarbando. Honda pensó enseguida en los cuentos que oyera de pequeño, en los cuales se decía que el oso puede asumir muchas a variadas apariencias.
Desde allí, el sendero llevaba en línea recta a la cumbre. Aquel tramo era sin duda, el más duro de la escalada. En ciertas zonas la senda estaba borrada y los dos hombres debían asisrse a las salientes de la roca o asegurar los pies en las raíces de los grandes árboles para cruzar parajes en que la roca presentaba obstáculos que era presciso franquear. Honda estaba ya empapado de sudor y jadeaba. Era aquella larga mortificación la que deparaba la fuerza, suponía Honda, preparando al hombre para el misterio al que se aproximaba. Tal era, realmente, una ley divina.
La roca se había fundido con la roca para formar aquella masa que ahora aparecía quebrada y aplastada. Debajo, más roca se extendía en una amplia y plana superficie en declive. Más que una tranquila sede de los dioses, la escena daba la impresión de ser el resultado de una batalla o de algo increiblemente terrible. Aunque, por cierto, todo lugar visitado por los dioses posiblemente sufra una transformación de ese género.
De pronto, Honda recordó otros tiempos. Tal vez aquel terreno y aquella altura fueran causa del recuerdo. Rememoró su escalada por las montañas que estaban detrás de Chung-Nan Villa, en Kamakura, cierto día de verano, diecinueve años atrás. Habían llegado a una altura desde la cual se podía divisar a distancia el gran Buda de Kamakura a través de los árboles. Kiyoaki y él habían intercambiado divertidas miradas a costa de los dos príncipes siameses, quienes se había rrodillado reverentemente en cuanto alcanzaron a ver al Buda. Honda nunca había sentido desde entonces inclinación por burlarse de semejante actitud.
En los intervalos que dejaban dos rachas de brisa, el silencio se enseñoreaba del lugar. El oído de Honda captó el zumbido de un tábano industrioso.
-¿Quisiera Su Señoría aprovechar la oportunidad para practicar la purificación por las aguas?-dijo el guía.
- No estaría bien que me bañase ¿verdad?
- Al contrario, señor. Cuando el agua de la cascada golpea a un hombre, aclara su cabeza. Eso es, precisamente, lo que transforma la prueba en una experiencia religiosa. No debe usted preocuparse.
Honda advirtió que habían allí dos o tres túnicas kendo que colgaban de unos clavos. Había sido precedidos por otras personas.
- Han de ser lo estudiantes que asistieron a los enfrentamientos esta mañana, señor. Tendrán que hacer las ofrendas de las lilas y se les ha ordenado venir aquí para purificase.
Honda se quitó la ropa, quedando en calzoncillos. Así ataviado se encaminó a la puerta que daba a la casacada. A un costado del lugar en que el agua caía podía verse una gruta, donde se encontraba un pequeño altar dedicado al fornido Dios del Fuego. Los helechos, las florecillas salvajes y los sakaki, todos ellos salpicados por las aguas, crecían por doquier en la semipenumbra que se extendía a sus pies. La pesadumbre de aquélla visión sólo resultaba aliviada por la blanca espuma que formaban las aguas al desplomarse. El sonido del choque se esparcía en ecos roncos por los muros rocosos que rodeaban el lecho de la cascada.
Cuando uno de los muchachos vio a Honda, hizo señas a sus compañeros y todos retrocedieron, haciendo reverencias que indicaban que le dejaban el sitio. Fue entonces cuando Honda vió entre ellos al joven Iinuma.
Honda se dirigió al lugar donde caía el agua; pero ésta golpeó la parte superior de su cuerpo con tal fuerza, que tuvo que apartárse rápidamente. El joven Iinuma, riendo con alegría, llegó hasta donde él estaba y, levantando ambos brazos para mostra a Honda la manera de aminorar el choque del agua, se colocó bajo ella. Permanció así durante unos momentos, cortando con la punta de sus dedos el chorro o abriendo las manos bajo él, como si sostuviera una pesada cesta de flores. Luego se volvío a Honda y sonrió.
Honda recordó las palabra de Kiyoaki cuando agonizaba:
- Te veré de nuevo. Lo sé. Bajo la cascada.