El tipo del libro espera su turno en la fila sin saber que pedirá, detrás de la pareja de abuelos, y detrás de David. Mira los cientos de combinaciones posibles para su futuro café, escuchando lo que los demás ordenan, creyéndolas todas buenas opciones. Resolvió de antemano de que si llagaba su turno y aún no se decidía, pediría lo mismo que el último que ordenara sin importarle qué fuera, con tal que el tiempo de indecisión, luego que Jenifer le dijera: "¡Hola!, ¿Cómo te llamas? y ¿qué deseas?"..., no fuera lo suficientemente extenso como para evidenciar lo inadaptado que era socialmente, en cuyo caso balbusearía y compraría cualquier cosa -hasta el muffin descompuesto- y se iría a cualquier parte lejos de allí para no volver nunca. De pronto, sin haberse dado cuenta, más adelante en la fila se le apareció, cual Mefistófeles a Fausto, una mujer que le daba una perfecta espalda y que, gracias a que traía el pelo tomado sobre el cuello, podía verle desnuda. Desnuda tan sólo de una polera abierta hasta los hombros que desnudaba sutilmente su hombro izquierdo y todo el largo de su cuello. Y es que a veces la desnudez más sensual se logra en la mezcla exacta entre ropa y desnudez. Las personas desaparecieron junto con los ruidos, los olores, los colores y el resto de cosas, dejándola sola, a ella de pie, de espalda e inmóvil, plantada ahí en medio de la nada. La vio hermosa. Se le hizo urgente conocer dos cosas para tranquilizar su exaltado ánimo: su nombre y su rostro. Lo primero, para sintetizar en un concepto el cúmulo de sensaciones que se le dispersaban en su alma para luego, en la gran biblioteca del recuerdo, tomar aquel libro cuyo nombre podría evocar esta maravillosa sensación; cada vez que estuviera a punto de dormir, acariciaría la imágen de él besándola inagotablemente en algún improbable futuro. Lo segundo, para que su nombre tuviera sustancia material a la cual poder anclar su subjetividad y su recuerdo con la promesa de no olvidarla jamás, como jurara antes también con miles de de otros rostros fugaces de muchachas ya olvidadas -o quizás, nunca recordadas apropiadamente- a las que jamás les supo sus nombres.
En ese momento fue el turno de ella, y antes de que pidiera su orden él sabía que le preguntarían su nombre y pensó nuevamente: “Que suerte estar en un café donde justo a uno le preguntan el nombre”. Aunque poco sabía él que mientras más alto crece su esperanza en acontecimientos futuros y fortuitos más duro caen al suelo caótico el azar de la decepción del presente.
Lo único que debía hacer era escuchar. Deseó fuertemente no quedar sordo por algún gen recesivo que tuviera su estirpe y que se le manifestara justo ahí sin aviso, o que dios incluso no lo privara del don de la audición sólo por haberle dado la gana de castigar alguien justo ése día -martes con lluvia-. Dejando de lado estas supersticiones, tomó la precaución de fijar toda su atención en el espacio que había entre la mujer de espladas y Jenifer. Pero, al intento de aumentar su percepción auditiva, proporcionalmente aumentaron también todos lo demás ruidos: la máquina del espresso hirviendo vapor, una de las dos jugueras que bate la mezcla del café y crema, las voces de la demás gente, el traprero con el que David limpiaba el suelo, el paso del mundo, sus propios latidos cardiacos… creyó incluso escuchar la respiración atorada de una hormiga que se cruzaba por la nube de humo del último cigarro que prometió fumar la Sra. Delaila sentada incómodamente sobre sus hemorroides en el sofá del segundo piso. Gran decepción tuvo porque no pudo entender palabra en esta batahola de ruidos dispersos. Vio que anotaron el nombre de ella en un vaso plástico y que ahora tomarían su pedido. Su estado de decepción hizo volver los ruidos ambientales a su intensidad original y con ello -y accidentamente- logró escuchar la orden que pedió -último vestigio de un deseo sin nombre- que cinceló en su memoria como si hubiese escuchado su nombre: Caramel Macchiato, había dicho ella.
En ese momento fue el turno de ella, y antes de que pidiera su orden él sabía que le preguntarían su nombre y pensó nuevamente: “Que suerte estar en un café donde justo a uno le preguntan el nombre”. Aunque poco sabía él que mientras más alto crece su esperanza en acontecimientos futuros y fortuitos más duro caen al suelo caótico el azar de la decepción del presente.
Lo único que debía hacer era escuchar. Deseó fuertemente no quedar sordo por algún gen recesivo que tuviera su estirpe y que se le manifestara justo ahí sin aviso, o que dios incluso no lo privara del don de la audición sólo por haberle dado la gana de castigar alguien justo ése día -martes con lluvia-. Dejando de lado estas supersticiones, tomó la precaución de fijar toda su atención en el espacio que había entre la mujer de espladas y Jenifer. Pero, al intento de aumentar su percepción auditiva, proporcionalmente aumentaron también todos lo demás ruidos: la máquina del espresso hirviendo vapor, una de las dos jugueras que bate la mezcla del café y crema, las voces de la demás gente, el traprero con el que David limpiaba el suelo, el paso del mundo, sus propios latidos cardiacos… creyó incluso escuchar la respiración atorada de una hormiga que se cruzaba por la nube de humo del último cigarro que prometió fumar la Sra. Delaila sentada incómodamente sobre sus hemorroides en el sofá del segundo piso. Gran decepción tuvo porque no pudo entender palabra en esta batahola de ruidos dispersos. Vio que anotaron el nombre de ella en un vaso plástico y que ahora tomarían su pedido. Su estado de decepción hizo volver los ruidos ambientales a su intensidad original y con ello -y accidentamente- logró escuchar la orden que pedió -último vestigio de un deseo sin nombre- que cinceló en su memoria como si hubiese escuchado su nombre: Caramel Macchiato, había dicho ella.