Esta es una palabra que he visto nacer, en la imaginación práctica, fuera de los lindes del habla, allá donde soñamos...
Viajo en un vehículo rojo dirección Este. No sé si era un auto o una micro. La carrocería era grande en su apariencia externa pero su interior era privado como en los autos pequeños; un techo a pelos de distancia y un aire enrarecido, seguramente por la mala circulación del mismo en un espacio tan pequeño. Allí iba, entre pasajero y copiloto, en el asiento de atrás, junto a compañeros invisibles, amigos que nunca he conocido, ni los recuerdo siquiera (tanto, que no debería nombrarlos - pero, a pesar de ello allí también estaban-), mirando hacia afuera, viendo lo estático diluirse en lo continuo, fluidificaciones de la forma que pareciera mirarse tras un espejo imposible; yo, que viajo ante lo estático y lo diluido, y aquello estático que me diluye hacia lo continuo; colores en los muros, los árboles, el pavimento, el pasto y el cielo, todo cobra una uniformidad promedio, una masa indescriptible, precipitándose a velocidad en aumento. Luego recordé, como si ya hubiera soñado esto , que había continuado este camino a pie. Así que bajé del vehículo y seguí a pie por el camino recto hacia el Este. La velocidad no se detuvo. Seguía diluido en ella, acuarelado. Corriendo tan rápido que ya no corría, sólo me desplazaba. Perdí total forma corpórea, era lo mismo que una pintura en la muralla en velocidad; con pigmentos propios sí, pero dentro de la masa indescriptible que observé antes; efluvios de algo muy parecido a nada.
Viajé muy rápido, vi colores gruesos, redondos, que se atravesaban en mi camino como si la luz se detuviera, como si cayera al suelo en pequeños círculos grandes. Subí por una calle empinada, mientras volvía poco poco a tomar forma, mí forma, y mi alrededor también lo hacía; noté que eran techos de casas; humildes, miserables, patéticas, absurdas, irreconocibles, extrañas, abandonadas, antiguas, terribles, maquetas, proyectos, casi verosímiles, fantasmales. La velocidad disminuye, o soy quien parece alcanzarla.
Como dije, sin haber pronunciado nada, el Sol sólo iluminaba. La temperatura no existía aunque diera una fuerte impresión de lo contrario; el lugar era realmente algo muy parecido a un día muy soleado. El lugar, se extendía abandonado, tanto, que de hecho no me parece apropiado llamarlo lugar. Allí vagué, en aquél segundo análisis, caminando por pensamientos sobre qué era lo que ahí estaba haciendo y porqué. No escuché al gato que me llamó y decidí rápidamente seguirlo, supongo, a algún lugar. Salí desde un abandonado patio hacia una abandonada calle, miré y vi su todo vacío, vaciado. Lo más cercano a la nada de lo que he estado. Porque de haber nada no podría saberlo, no tendría cómo medirlo. Habían cosas; una calle, el día, lo caluroso, pero mientras más cosas más vaciado crecía el mundo. Me encontré al final de una calle que salía al final de otras calles que desembocaban todas en esta esquina, nunca la soledad me había sido tan densa y espesa, se la podía respirar como al humo, se me pegaba en la piel como el sudor seco y húmedo del más insoportable verano mientras se delira con hipertiroidismo. Me sentí rodeado por algo más anciano que el tiempo, como frente a un cuaderno en blanco antes de inventar la escritura. Como estar entre las patas de los elefantes de Dalí, allá abajo muy abajo de las cosas que existen y que se sostienen frágiles sobre el vacío. Tan grande y pesado era que, con mi presencia apenas podía soportalo, tan ínfima, que creí desaparecerme.
Entonces tuve que andar más a prisa para llegar a algún lugar. Pero esta no presencia se estaba apoderando de la mía, y tuve que moverme con toda la fuerza que tenía; era como si estuviera en la profundidad del mar y el océano completo fuera esta soledad que me aprisionaba (y es que no conozco nada más vasto). Mientras corría tras el felino logré hacerme preguntas sin respuestas.
De pronto, entre el vector de las luces y sombras, el gato entró a una casa; dentro, y aún invisible, noté que detrás de una puerta entreabierta podía olfatear el rastro de la gatuna presencia recién movida (fácil percepción cuando no hay nada). Sintiendo ya el fnal de este principio me precipité dentro y no fijé en detalle alguno, sabiendo que lo que vería serían cosas que emanaban no presencia vigilante omnipresente de todo. Entré sabiendo a qué pieza dirigirme. Afuera: el Día, dentro de Noche; irónicamente abandonada a ecos de silencio. Entré a la pieza que estaba más oscura, oscuridad sólo posible de día. Había allí sólo una cama, simple, en absoluto cómoda y un bulto tapado con una única frazada, sin sábanas ni almohadas.
Quise despertarlo, dar fin a toda la terrible no presencia. Destapé el bulto y una forma emergió despertando, me miró, me saludó. Absorto, al fijarme que era la extraña criatura conocida por el nombre de Pato, quién dormía allí. Se refregó los ojos, nos dirigimos hacia afuera de la casa, hasta la puerta donde por fin las miles de preguntas que tenía se articulaban al lenguaje. Pero él, adivinando la única y más trascendental de todas, con la mirada hacia el cielo y al sol que no existía ni que nunca se pondría, en este lugar de noches internas y de silencio que emana de todo cuando todo se convierte en una gran y enorme nada, simplemente (y aunque inexplicamente) me dijo: “Sí weón, estoy muerto. Este, es mi cementerio”.
Viajé muy rápido, vi colores gruesos, redondos, que se atravesaban en mi camino como si la luz se detuviera, como si cayera al suelo en pequeños círculos grandes. Subí por una calle empinada, mientras volvía poco poco a tomar forma, mí forma, y mi alrededor también lo hacía; noté que eran techos de casas; humildes, miserables, patéticas, absurdas, irreconocibles, extrañas, abandonadas, antiguas, terribles, maquetas, proyectos, casi verosímiles, fantasmales. La velocidad disminuye, o soy quien parece alcanzarla.
Como dije, sin haber pronunciado nada, el Sol sólo iluminaba. La temperatura no existía aunque diera una fuerte impresión de lo contrario; el lugar era realmente algo muy parecido a un día muy soleado. El lugar, se extendía abandonado, tanto, que de hecho no me parece apropiado llamarlo lugar. Allí vagué, en aquél segundo análisis, caminando por pensamientos sobre qué era lo que ahí estaba haciendo y porqué. No escuché al gato que me llamó y decidí rápidamente seguirlo, supongo, a algún lugar. Salí desde un abandonado patio hacia una abandonada calle, miré y vi su todo vacío, vaciado. Lo más cercano a la nada de lo que he estado. Porque de haber nada no podría saberlo, no tendría cómo medirlo. Habían cosas; una calle, el día, lo caluroso, pero mientras más cosas más vaciado crecía el mundo. Me encontré al final de una calle que salía al final de otras calles que desembocaban todas en esta esquina, nunca la soledad me había sido tan densa y espesa, se la podía respirar como al humo, se me pegaba en la piel como el sudor seco y húmedo del más insoportable verano mientras se delira con hipertiroidismo. Me sentí rodeado por algo más anciano que el tiempo, como frente a un cuaderno en blanco antes de inventar la escritura. Como estar entre las patas de los elefantes de Dalí, allá abajo muy abajo de las cosas que existen y que se sostienen frágiles sobre el vacío. Tan grande y pesado era que, con mi presencia apenas podía soportalo, tan ínfima, que creí desaparecerme.
Entonces tuve que andar más a prisa para llegar a algún lugar. Pero esta no presencia se estaba apoderando de la mía, y tuve que moverme con toda la fuerza que tenía; era como si estuviera en la profundidad del mar y el océano completo fuera esta soledad que me aprisionaba (y es que no conozco nada más vasto). Mientras corría tras el felino logré hacerme preguntas sin respuestas.
De pronto, entre el vector de las luces y sombras, el gato entró a una casa; dentro, y aún invisible, noté que detrás de una puerta entreabierta podía olfatear el rastro de la gatuna presencia recién movida (fácil percepción cuando no hay nada). Sintiendo ya el fnal de este principio me precipité dentro y no fijé en detalle alguno, sabiendo que lo que vería serían cosas que emanaban no presencia vigilante omnipresente de todo. Entré sabiendo a qué pieza dirigirme. Afuera: el Día, dentro de Noche; irónicamente abandonada a ecos de silencio. Entré a la pieza que estaba más oscura, oscuridad sólo posible de día. Había allí sólo una cama, simple, en absoluto cómoda y un bulto tapado con una única frazada, sin sábanas ni almohadas.
Quise despertarlo, dar fin a toda la terrible no presencia. Destapé el bulto y una forma emergió despertando, me miró, me saludó. Absorto, al fijarme que era la extraña criatura conocida por el nombre de Pato, quién dormía allí. Se refregó los ojos, nos dirigimos hacia afuera de la casa, hasta la puerta donde por fin las miles de preguntas que tenía se articulaban al lenguaje. Pero él, adivinando la única y más trascendental de todas, con la mirada hacia el cielo y al sol que no existía ni que nunca se pondría, en este lugar de noches internas y de silencio que emana de todo cuando todo se convierte en una gran y enorme nada, simplemente (y aunque inexplicamente) me dijo: “Sí weón, estoy muerto. Este, es mi cementerio”.